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La siembra y la cosecha: Todo tiene su tiempo

Foto del escritor: Danilo CarrilloDanilo Carrillo


Estaba trabajando, inmerso en la rutina de aquel día, intentando terminar mi tarea a tiempo, cuando la voz de aquel hombre cercano captó mi atención. No lo buscaba, pero sus palabras resonaron en mi mente como un eco persistente, como si se hubieran colado en el flujo de mis pensamientos sin permiso. Tal vez porque en ese momento yo mismo me cuestionaba lo que hacía, cómo lograr que mi esfuerzo diera frutos, cómo hacer que aquello en lo que servía también pudiera sostenerme. Tal vez porque, a pesar de todo el bien que he intentado sembrar, aún no veía resultados tangibles.


Su tono era pausado pero firme, el de alguien que ha aprendido a través del fuego de la prueba. No era la voz de un predicador exaltado ni la de un fanático queriendo imponer su fe. No. Era el tono de quien ha caminado por el filo del abismo y ha vuelto para contar la historia. Hablaba con una joven que lo ayudaba en el evento que organizaba, y en su relato había una mezcla de nostalgia y certeza, de convicción y claridad, como quien camina sobre la delgada línea que separa su pasado de su presente.


No quise interrumpir, pero tampoco pude ignorarlo. Volteé ligeramente, fingiendo que seguía concentrado en lo mío, pero prestando atención a cada palabra. Había algo en su historia que me atrapaba. Su testimonio no estaba adornado con grandes discursos ni con la falsa piedad de quienes hablan sin haber sufrido. Sus frases estaban impregnadas de la crudeza de alguien que ha transitado las sombras. Sin embargo, su voz no temblaba al recordar los días en que la droga y el ocultismo eran su pan de cada día.


—Hermano, yo sé lo que es sembrar destrucción —dijo con una leve risa amarga, como si aún pudiera saborear el polvo de las ruinas de su vida pasada—. Uno cree que puede jugar con el destino, que puede hacer lo que le da la gana sin que pase factura. Pero ¿sabes qué aprendí? Dios no puede ser burlado.


Hubo un breve silencio. Un espacio en el que sus palabras flotaron en el aire, buscando dónde aterrizar.


—Nadie que siembre limones recoge rosas —continuó—. Tarde o temprano, la cosecha llega, y cuando lo hace, es justa.


Sentí un escalofrío recorrerme. No porque sus palabras fueran nuevas para mí, sino porque en ese instante comprendí que no estaba hablando solo para su amigo. Estaba hablando para cualquiera que tuviera oídos para escuchar. Estaba hablando para mí.

Recordé entonces lo que el apóstol Pablo escribió en su carta a los Gálatas:


"No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará." (Gálatas 6:7)


Esa verdad me golpeó con una fuerza renovada. No era solo una advertencia para los descarriados o para quienes vivían en el pecado más evidente. Era un principio inquebrantable de la vida, algo que operaba en lo visible y en lo invisible, en cada acción, en cada pensamiento, en cada elección que tomamos. Todo lo que hacemos es una semilla, y tarde o temprano, la cosecha llega.


Mientras meditaba en esto, mi mente viajó hasta el Génesis. Dios estableció este principio desde el principio de los tiempos. Adán y Eva sembraron desobediencia y recogieron muerte y separación. Desde entonces, la humanidad ha estado atrapada en este ciclo inquebrantable: siembras y cosechas, decisiones y consecuencias.


Pero lo que más me inquietó no fue la advertencia en sí. Fue darme cuenta de que este principio no se aplica solo a las acciones evidentes, sino también a lo más sutil. ¿Cuántas veces he sembrado queja en lugar de gratitud? ¿Cuántas veces he sembrado temor en lugar de fe? ¿Cuántas veces he esperado una cosecha que nunca sembré?


A veces creemos que la siembra y la cosecha solo tienen que ver con el dinero, con bendiciones tangibles o con el juicio sobre el pecado. Pero es mucho más profundo. Es un principio que rige cada aspecto de nuestra vida. Si quiero ver crecimiento, debo sembrar disciplina. Si quiero ver restauración, debo sembrar perdón. Si quiero ver fruto en mi llamado, debo sembrar fidelidad.


Mientras reflexionaba en esto, recordé a un amigo al que ayudé en su matrimonio. Lo vi luchar, lo vi enfrentar sus errores y decidir sembrar paciencia, amor y compromiso. Al principio, parecía que nada cambiaba, pero con el tiempo, su cosecha llegó. La fidelidad en las pequeñas cosas trajo fruto en su hogar.


Y entonces entendí. No importa lo que esté haciendo ahora, no importa si los resultados parecen lejanos. Si la semilla es buena y la tierra es fértil, la cosecha vendrá. Porque Dios no puede ser burlado, pero tampoco puede ser negado en su justicia y fidelidad.


Respiro profundo y hondo. Algo tiene que cambiar en mi propia vida, en mi dedicación, en la manera en que estoy enfrentando mis propias circunstancias. No puedo seguir esperando resultados sin examinar qué tipo de semilla estoy sembrando. ¿Cómo puedo anhelar una cosecha de abundancia si mis manos solo han dispersado la semilla de la duda, la impaciencia o la desesperanza?


A veces parece que lo que hacemos no trae ningún tipo de resultado, como si estuviéramos arando en el desierto, como si cada esfuerzo cayera en suelo árido y seco. Miramos a nuestro alrededor y vemos puertas cerradas, caminos truncados, sueños que parecen diluirse con el paso del tiempo. Pero la justicia de Dios jamás me dejará sin aquello que espero, porque es Su voluntad la que sostiene el equilibrio del universo, y en ella se encuentra la certeza de que toda siembra, tarde o temprano, dará su fruto.


Sí, hay temporadas de espera. Vemos cómo todo a nuestro alrededor se ralentiza, cómo el fin que esperamos parece difuso, lejano, casi inalcanzable. Pero, así como en la vida real, todo tiene su tiempo para despegar. Un negocio no prospera de la noche a la mañana. Un ministerio no se edifica sin prueba y perseverancia. Un matrimonio herido no sana con un solo acto de reconciliación. Todo lo valioso requiere tiempo, cuidado, restauración y paciencia.


Lo mismo ocurre con nuestras vidas. Así como los matrimonios mal formados necesitan tiempo para ser reparados, así como las drogas y la mala vida dejan efectos retroactivos en quienes las han consumido, también la siembra espiritual tiene su proceso. No podemos pretender que nuestra vida florezca si no hemos cultivado la disciplina de buscar a Dios, de permanecer en Su palabra, de actuar con integridad incluso cuando nadie nos ve.

Si sembramos una vida espiritual rica en lo eterno, si nuestra fe no es solo de palabras, sino de acción, si cada día nos esforzamos en crecer, aunque sea un poco, aunque sea con pasos pequeños, podemos tener la certeza de que cosecharemos los beneficios de nuestra siembra. Aunque el fruto tarde, llegará. Aunque el invierno parezca eterno, la primavera vendrá. Porque Dios no puede ser burlado, pero tampoco puede ser injusto con quienes caminan en fidelidad.


Así que hoy, respiro hondo y decido sembrar con intención. Decido ser paciente en la espera y diligente en la acción. Porque sé que lo que siembre hoy, en su tiempo, será mi cosecha de mañana.


Danilo Carrillo

su servidor



 
 
 

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