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Frente a los desafíos que enfrenta Venezuela; ¿es propicio salir a la marcha convocada?

Foto del escritor: Danilo CarrilloDanilo Carrillo

María Corina Machado @MariaCorinaYA

En los esbozos propuestos, he considerado pertinente mirar hacia atrás en los contextos históricos de América Latina para ofrecer ejemplos que contextualicen mejor la propuesta. Esto resulta especialmente importante cuando estamos expuestos a retóricas propagandísticas diseñadas para manipular la percepción pública.


Hoy enfrentamos un sistema de represión política que ha secuestrado las elecciones, un hecho evidente que ha sido denunciado contundentemente como una mentira del régimen. A pesar de la supervisión de actores internacionales que avalaron la transparencia del sistema electoral, el gobierno ha recurrido a acusaciones de "ciberdelitos" y manipulaciones ficticias para justificar su narrativa.


En este escenario, hemos sido testigos de la complicidad de actores políticos y la manipulación de los poderes que, en una democracia saludable, deberían operar de manera independiente. En cambio, estos han sido sometidos a la retórica gubernamental, socavando aún más la credibilidad de las instituciones y fortaleciendo el apego al poder centralizado.


Desde la perspectiva de mi fe, este es mi humilde aporte a esta narrativa, reconociendo el llamado de la Iglesia a proclamar la verdad, denunciar la injusticia y trabajar por la restauración de los principios éticos y democráticos que reflejan la justicia del Reino de Dios.


La herencia colonial y el autoritarismo en América Latina y el Caribe no son meros capítulos aislados en la historia, sino el tejido continuo de una narrativa marcada por la tensión entre dominación y resistencia. Desde la llegada de los colonizadores europeos, las estructuras sociales, políticas y económicas de la región se moldearon para servir a intereses externos, perpetuando un sistema de explotación basado en la desigualdad racial, la concentración de tierras y recursos, y el sometimiento de las culturas originarias. Este orden no se desvaneció con las independencias formales del siglo XIX; más bien, se transformó en nuevas formas de dominación que reflejaban las dinámicas del colonialismo interno y las influencias geopolíticas globales.

 

El legado colonial: raíces de la desigualdad 

Durante la época colonial, los sistemas de encomiendas y haciendas establecieron una estructura social profundamente jerarquizada, en la que una élite criolla de descendientes europeos controlaba la tierra y el poder, mientras que las comunidades indígenas y afrodescendientes eran relegadas a posiciones de servidumbre y marginalidad. La Iglesia Católica, aunque en ocasiones desempeñó un papel crítico en la defensa de los derechos de los indígenas, también fue pilar de legitimación de estas estructuras jerárquicas, trabajando en complicidad con las élites coloniales. Esta desigualdad sistemática se perpetuó incluso después de las luchas de independencia del siglo XIX, cuando los nuevos Estados-nación, en lugar de democratizar el acceso a la tierra y al poder, consolidaron los privilegios de las élites terratenientes.

 



Siglo XX: de las promesas de emancipación a la consolidación del autoritarismo 

El siglo XX trajo consigo nuevas esperanzas de transformación social y emancipación, pero también profundizó las heridas de la desigualdad. Movimientos populares, sindicales y campesinos comenzaron a exigir justicia social y redistribución de tierras; sin embargo, estas demandas fueron a menudo respondidas con violencia estatal y represión. En este contexto, la Guerra Fría intensificó las tensiones, convirtiendo a América Latina en un tablero estratégico para las grandes potencias, particularmente Estados Unidos y la Unión Soviética. Las dinámicas de intervención externa, en alianza con élites locales, alimentaron una serie de golpes de Estado y gobiernos autoritarios.

 

En países como Guatemala, el golpe respaldado por la CIA en 1954 derrocó al presidente Jacobo Árbenz, quien había implementado reformas agrarias que amenazaban los intereses de empresas extranjeras como la United Fruit Company. Esta intervención no solo marcó el inicio de un período de dictaduras militares, sino que también envió un mensaje claro a otros líderes regionales: cualquier intento de redistribuir el poder o los recursos sería aplastado.

 

En el Cono Sur, los años 60 y 70 vieron la consolidación de regímenes militares bajo la Doctrina de Seguridad Nacional, promovida por Estados Unidos. Dictadores como Augusto Pinochet en Chile, Jorge Rafael Videla en Argentina y Alfredo Stroessner en Paraguay implementaron políticas de represión masiva, tortura y desapariciones forzadas, justificadas por la lucha contra el comunismo. Estas dictaduras no solo buscaron suprimir a los movimientos de izquierda, sino que también implementaron reformas económicas neoliberales que profundizaron las desigualdades sociales, desmantelando redes de protección social y entregando recursos estratégicos a corporaciones multinacionales.

 

En Centroamérica, países como El Salvador, Honduras y Nicaragua vivieron conflictos armados que enfrentaron a guerrillas revolucionarias contra gobiernos autoritarios apoyados por los Estados Unidos. En Guatemala, el conflicto armado interno se convirtió en un genocidio contra las comunidades indígenas mayas, cuyos derechos ancestrales a la tierra fueron vistos como amenaza al modelo económico extractivista.

 

El impacto social: pobreza, exclusión y trauma 

El autoritarismo en América Latina no solo dejó cicatrices políticas, sino también profundas heridas sociales. Los regímenes militares y totalitarios perpetuaron sistemas económicos que concentraron aún más la riqueza en manos de las élites, mientras que las mayorías populares continuaron viviendo en condiciones de pobreza y exclusión. El éxodo masivo de refugiados y migrantes, tanto internos como externos, se convirtió en una constante, mientras el tejido social quedaba marcado por la desconfianza, el trauma y el silencio impuesto por décadas de represión.

 

Las desapariciones forzadas y las torturas no fueron solo instrumentos de control, sino también mecanismos para destruir cualquier posibilidad de organización comunitaria o resistencia. Generaciones enteras crecieron en un clima de miedo, donde cuestionar al Estado significaba arriesgar la vida. En países como Argentina y Chile, las "Madres de Plaza de Mayo" y otros movimientos de derechos humanos han mantenido viva la memoria de las víctimas, aunque el camino hacia la reconciliación ha sido largo y lleno de obstáculos.

 

Una herencia que persiste 

A pesar del retorno de la democracia en muchos países, las heridas del autoritarismo siguen abiertas. Las instituciones estatales, a menudo diseñadas para proteger los intereses de las élites, se han mostrado incapaces de abordar las demandas de justicia social y reparación histórica. La concentración de la riqueza, la exclusión de las comunidades indígenas y afrodescendientes, y la corrupción endémica continúan siendo desafíos centrales.

 

Además, el modelo económico extractivista, con raíces en la época colonial, sigue predominando. El auge de proyectos mineros, hidroeléctricos y agroindustriales desplaza comunidades enteras y destruye ecosistemas. Las luchas por la tierra y los recursos naturales, como las de los pueblos indígenas en Brasil, Bolivia o Colombia, reflejan tensiones históricas que nunca se resolvieron tras la independencia.

 

Venezuela en crisis: el colapso de una nación y el desafío ético de la Iglesia reformada

 

La crisis de Venezuela no es un evento aislado, sino el desenlace de décadas de tensiones políticas, sociales y económicas que reflejan, en muchos sentidos, las dinámicas históricas de América Latina. Es un retrato vivo de cómo las instituciones democráticas pueden colapsar bajo el peso de la corrupción, el populismo y la represión, así como un recordatorio del papel profético que la Iglesia ha desempeñado —y está llamada a desempeñar— en contextos de injusticia. Comprender la magnitud de la crisis venezolana requiere situarla en el marco más amplio de las luchas históricas por la libertad, la dignidad y la justicia en la región, y reflexionar sobre la responsabilidad ética y espiritual de la Iglesia en este panorama.

 

El ascenso y la caída de un modelo: raíces de la crisis venezolana 

La crisis venezolana tiene raíces profundas que se remontan al auge del petróleo en el siglo XX. Durante la primera mitad del siglo, Venezuela emergió como una de las principales economías de América Latina, sostenida por la exportación de petróleo. Sin embargo, este modelo extractivista generó una dependencia extrema de los ingresos petroleros, dejando al país vulnerable a las fluctuaciones del mercado internacional. A lo largo del siglo, los gobiernos venezolanos, tanto de izquierda como de derecha, no lograron diversificar la economía ni abordar la desigualdad estructural que caracterizaba a la sociedad.

 

En los años 90, la crisis económica y la corrupción política alimentaron el desencanto de la población con el sistema bipartidista, abriendo la puerta al ascenso de Hugo Chávez. Su llegada al poder en 1999 marcó el inicio de un proyecto político que prometía una "revolución bolivariana" para redistribuir la riqueza y empoderar a los sectores marginados. Aunque en sus primeros años el chavismo logró reducir la pobreza y expandir el acceso a servicios básicos, estas políticas dependían casi exclusivamente de los ingresos petroleros en un contexto de altos precios del crudo. Esta bonanza permitió un modelo de gasto descontrolado, sin planificación a largo plazo, y sentó las bases para el colapso posterior.

 

Tras la muerte de Chávez en 2013, su sucesor Nicolás Maduro enfrentó una caída dramática de los precios del petróleo y una creciente oposición política. En lugar de buscar consensos, el régimen respondió con medidas autoritarias: desmantelamiento de instituciones democráticas, control del poder judicial, eliminación de la separación de poderes y persecución sistemática de la disidencia. Estas acciones, sumadas a la corrupción endémica y la mala gestión económica, condujeron a una crisis humanitaria sin precedentes en la historia moderna de América Latina.

 

Un colapso humanitario: la magnitud de la tragedia 

El deterioro de las condiciones en Venezuela ha tenido consecuencias devastadoras para la población. Millones de venezolanos viven en extrema pobreza, sufriendo hambre y malnutrición. La hiperinflación ha destruido el poder adquisitivo y los sistemas de salud y educación han colapsado. En los hospitales, la falta de medicamentos y suministros médicos ha desembocado en una crisis sanitaria de proporciones catastróficas. Enfermedades antes controladas, como la malaria y la tuberculosis, han resurgido y afectan desproporcionadamente a los sectores más vulnerables.

 

La respuesta del régimen de Maduro a las protestas y a la oposición ha sido brutal. Organismos como Naciones Unidas y Amnistía Internacional han documentado torturas, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. La represión no solo ha silenciado la oposición política, sino que también ha provocado una migración masiva sin precedentes en la región. Más de siete millones de venezolanos han huido del país, buscando refugio en naciones vecinas como Colombia, Perú y Brasil, lo que ha generado una crisis migratoria que desafía la capacidad de respuesta de gobiernos y organizaciones internacionales.

 

El colapso del sistema económico y político en Venezuela ha dejado al descubierto el costo devastador del pecado estructural. Como expresa Romanos 8:22, la creación “gime a una, y a una está con dolores de parto”, reflejando un sufrimiento humano extremo. La migración masiva de más de siete millones de venezolanos, forzados a abandonar su tierra en busca de refugio, es una de las tragedias más desgarradoras de la crisis. Ante tal realidad, la Iglesia debe recordar su llamado a ser hospitalaria con los extranjeros y vulnerables, tal como enseña Levítico 19:34: “Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros; y lo amarás como a ti mismo”. Tanto dentro como fuera de Venezuela, la Iglesia reformada tiene el mandato de reflejar la compasión de Cristo, atendiendo las necesidades físicas, emocionales y espirituales de los afectados.

 

La Iglesia frente al abismo: el desafío ético y profético 

En este panorama sombrío, la Iglesia en Venezuela enfrenta un desafío ético y espiritual monumental. Su misión de proclamar la justicia y defender la dignidad humana la coloca en una posición de tensión frente a un régimen que no tolera la disidencia. A lo largo de la historia de América Latina, muchos cristianos han alzado su voz contra la injusticia en contextos de dictaduras y represión; esa valentía ofrece un precedente que ilumina el camino para la Iglesia venezolana.

 

Durante las dictaduras del Cono Sur en el siglo XX, la Iglesia Católica tuvo un papel preponderante en la lucha por proteger a los pobres y denunciar abusos. Figuras como el obispo Hélder Câmara en Brasil y monseñor Óscar Romero en El Salvador encarnaron el papel profético de la Iglesia. Cámara, conocido como el "obispo rojo" por su defensa de los pobres, afirmó: “Cuando doy comida a los pobres, me llaman santo; cuando pregunto por qué son pobres, me llaman comunista”. Por su parte, Romero, asesinado mientras celebraba misa, denunció con valentía las violaciones de derechos humanos y se convirtió en un símbolo de resistencia frente a la opresión.

 

El Consejo Evangélico de Venezuela (CEV) ha jugado un rol significativo durante la crisis venezolana, adoptando una postura profética al denunciar injusticias sociales, violaciones de derechos humanos y la represión gubernamental. Ha emitido comunicados llamando al respeto de los derechos fundamentales y promoviendo un diálogo genuino para resolver el conflicto político, fundamentando sus exhortaciones en principios bíblicos de justicia y reconciliación.

 

En el ámbito humanitario, el CEV ha liderado iniciativas para movilizar a las iglesias evangélicas en la provisión de alimentos, medicinas y apoyo espiritual a los afectados por la pobreza extrema y la crisis migratoria. También ha colaborado con organizaciones internacionales para canalizar recursos hacia los más vulnerables y ha capacitado a líderes comunitarios en el cuidado integral de los necesitados.

 

Asimismo, la Convención Bautista de Venezuela (CBV) se ha erigido como una voz profética en medio de la crisis, llamando a la paz, la justicia y la reconciliación sobre la base de principios bíblicos. Con un enfoque en la defensa de la dignidad humana y los derechos fundamentales, ha instado a restablecer el orden constitucional y garantizar el acceso a recursos esenciales. Su compromiso trasciende las palabras, liderando acciones humanitarias y promoviendo la libertad religiosa, reflejando así su determinación de encarnar el evangelio como luz en medio de la adversidad.

 

El movimiento pentecostal en Venezuela ha respondido a la crisis nacional principalmente a través de acciones humanitarias y el fortalecimiento de la esperanza espiritual en las comunidades afectadas. Iglesias y ministerios han organizado jornadas de distribución de alimentos, ropa y medicinas, al tiempo que implementan programas de apoyo psicológico y espiritual para los más vulnerables. Además, líderes han usado su influencia para promover mensajes de reconciliación y fe en medio de la polarización política, exhortando a la población a buscar en Dios consuelo y dirección. Aunque su postura frente al gobierno ha sido en gran medida apolítica, han denunciado indirectamente la situación al destacar las necesidades insatisfechas del pueblo venezolano y al enfatizar que la Iglesia debe ser un refugio en tiempos de crisis, mostrando el amor de Cristo a través del servicio y la solidaridad.

 

El peso de la polarización y la esperanza en la reconciliación 

Uno de los mayores desafíos que enfrenta la Iglesia en Venezuela es navegar el contexto de polarización extrema, incluso dentro de las mismas familias fragmentadas por la retórica gubernamental. Tanto el régimen como ciertos sectores de la oposición han intentado instrumentalizar la fe cristiana para fines políticos, lo que amenaza con dividir aún más a una nación fracturada. En este sentido, la Iglesia está llamada a ser un agente de reconciliación, recordando a los venezolanos que su identidad no debe reducirse a su afiliación política ideológica, sino que está enraizada en su dignidad como hijos de Dios.

 

La reconciliación, sin embargo, no puede lograrse sin justicia. La tradición cristiana enseña que la paz verdadera no es simplemente la ausencia de conflicto, sino la presencia de justicia. Esto implica que la Iglesia debe seguir denunciando las estructuras de pecado que perpetúan la opresión y trabajar para sanar las heridas de la nación. Al mismo tiempo, debe ser un faro de esperanza, proclamando que incluso en los momentos más oscuros, Dios no ha abandonado a su pueblo.

 

Un ejemplo inspirador desde la tradición reformada es el movimiento de resistencia liderado por Abraham Kuyper en los Países Bajos del siglo XIX. Kuyper afirmó que “no hay una pulgada cuadrada en todo el dominio de nuestra existencia humana sobre la cual Cristo, quien es soberano sobre todo, no clame: ¡Mío!” Este principio de “Señorío total de Cristo” debe inspirar a la Iglesia venezolana a proclamar que Dios es soberano incluso en medio de la crisis. Los gobernantes, como todos los hombres, deben rendir cuentas a Dios, y la Iglesia tiene el deber de proclamar esa verdad con valentía.

 

Propuesta de Resistencia Evangélica ante Gobiernos Opresores

La resistencia evangélica en contextos de opresión no es un ejercicio de confrontación meramente política, sino una expresión de fidelidad a la justicia divina. Basada en principios bíblicos y teológicos, esta resistencia debe ser profética, no violenta y fundamentada en el amor al prójimo. A continuación, se presenta un marco detallado para que la Iglesia evangélica desarrolle una respuesta integral frente a gobiernos opresores, alineada con la soberanía de Dios, la dignidad humana y la misión de la Iglesia como comunidad redentora.

 

Resistencia profética y no violenta

La resistencia profética implica alzar la voz contra la injusticia y proclamar la verdad de Dios, aun cuando esto implique riesgos personales y comunitarios. En la tradición reformada, esta resistencia no es una opción, sino un mandato, ya que los profetas del Antiguo Testamento y los apóstoles del Nuevo Testamento fueron testigos valientes contra la corrupción, el abuso de poder y la opresión.

 

Denunciar la injusticia con base bíblica

 

La Iglesia debe seguir el ejemplo de los profetas bíblicos como Amós, Isaías y Jeremías, quienes denunciaron la opresión de los pobres, la corrupción de los líderes y la idolatría del poder. Esta denuncia debe ser clara, pública y basada en principios bíblicos, no en ideologías humanas. Al igual que Amós clamó: "Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo" (Amós 5:24), la Iglesia está llamada a confrontar las estructuras de pecado que perpetúan la opresión.

 

Participar en acciones no violentas

 

El activismo cristiano debe reflejar el espíritu de las enseñanzas de Jesús, quien instruyó a sus seguidores a "poner la otra mejilla" (Mateo 5:39), no como signo de pasividad, sino como una forma de desarmar al opresor sin recurrir a la violencia. La organización de vigilias de oración, marchas pacíficas, jornadas de ayuno e intercesión pública son herramientas poderosas para visibilizar la injusticia y clamar por la intervención de Dios. Estas acciones tienen el poder de movilizar a las comunidades y señalar al opresor que su injusticia no quedará sin respuesta.

 

Ser testigos de la verdad en tiempos de mentira

 

La resistencia no solo se libra contra la opresión externa, sino también contra las "fortalezas mentales" que justifican la maldad (2 Corintios 10:4-5). En contextos donde los gobiernos emplean propaganda para manipular y dividir, la Iglesia debe ser un baluarte de la verdad, proclamando que solo en Cristo está la esperanza de justicia y reconciliación.

 

Formación teológica y social

Una Iglesia sin formación es una Iglesia vulnerable. La formación teológica y social es indispensable para capacitar a los creyentes y líderes en su rol como agentes de transformación y resistencia.

 

Equipar a la Iglesia con una cosmovisión bíblica

 

Es necesario fomentar el estudio de la Escritura para que los creyentes comprendan el carácter público de la fe. Textos como el libro de Daniel, la vida de los primeros cristianos bajo el Imperio Romano y los escritos de los profetas del Antiguo Testamento ofrecen ejemplos claros de resistencia frente a gobiernos autoritarios. En la historia reciente, figuras como Dietrich Bonhoeffer, quien resistió al régimen nazi en Alemania, muestran cómo la fe puede ser una fuente de coraje frente al mal sistémico.

 

Desarrollar liderazgos comprometidos

 

Los pastores y líderes laicos deben ser formados para entender el alcance de su vocación como guías espirituales y agentes de cambio social. Esto implica capacitarlos en temas como ética cristiana, justicia social, derechos humanos y métodos de acción no violenta. Un liderazgo sólido y comprometido puede sostener a la Iglesia en tiempos de crisis y ayudar a orientar a la comunidad en el camino de la resistencia basada en la gracia y la verdad.

 

Fomentar una teología del Reino

 

La Iglesia debe enseñar una teología que trascienda las preocupaciones inmediatas y recuerde a los creyentes que el Reino de Dios es una realidad presente y futura. Este Reino, como Jesús enseñó, no se somete a las potencias terrenales, sino que las juzga y las redime. Los cristianos deben ser formados para vivir con una perspectiva eterna, sin caer en la desesperanza ni el conformismo.

 

Solidaridad y servicio al prójimo

El amor al prójimo no es solo un mandamiento espiritual, sino una herramienta de resistencia frente a la opresión. La Iglesia, como comunidad redentora, debe manifestar el amor de Cristo a través de actos concretos de solidaridad y servicio.

 

Crear redes de apoyo comunitario

 

En contextos de crisis, la Iglesia debe ser un refugio para los vulnerables. Esto incluye la organización de comedores comunitarios, distribución de alimentos y medicamentos, y la provisión de asistencia psicológica y espiritual para las víctimas de la opresión. Estas acciones no solo alivian el sufrimiento inmediato, sino que también fortalecen el tejido social y generan esperanza en medio de la adversidad.

 

Defender los derechos de los marginados

 

La Iglesia está llamada a ser voz de los que no tienen voz (Proverbios 31:8-9). Esto incluye abogar por los derechos de los desplazados, los presos políticos, las víctimas de violencia y otros sectores vulnerables. Esta labor puede realizarse a través de alianzas con organizaciones de derechos humanos, la difusión de informes sobre la situación de los oprimidos y la intercesión ante organismos internacionales.

 

Promover la reconciliación

 

El servicio al prójimo también implica trabajar por la restauración de relaciones rotas. La polarización, tanto política como social, ha dividido familias, comunidades y naciones enteras. La Iglesia debe ser un agente activo de reconciliación, promoviendo el diálogo, el perdón y la búsqueda de la justicia como condiciones necesarias para una paz verdadera.

 

La oración no es una respuesta secundaria, sino la herramienta más poderosa de la Iglesia para enfrentar las tinieblas. Como señala el apóstol Pablo: "Nuestra lucha no es contra carne ni sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo" (Efesios 6:12). La oración conecta a la Iglesia con el poder soberano de Dios, quien gobierna la historia y juzga a las naciones.

 

Nuestras oraciones deben ser congruentes con las iniciativas que fomentan la justicia. Orar por la paz puede resultar ambiguo cuando la guerra y el conflicto provienen de quienes están llamados a promoverla. En este sentido, es fundamental desarrollar una teología que anuncie, de manera estratégica, la posesión de la paz por medios poderosos, confrontando el pecado y a sus instigadores: las fuerzas oscuras de maldad. Esto implica pedir la limitación de su influencia en los seres humanos y el restablecimiento de los principios democráticos, así como la separación de poderes.

 

De esta manera, la oración se convierte en un arma espiritual para estrangular el pecado en sus raíces, intercediendo por la transformación de los corazones y la restauración de la justicia divina en las estructuras sociales y políticas.

 

 

Orar con una visión de Reino

 

La oración de la Iglesia debe ser intencional y centrada en la gloria de Dios. No solo debemos pedir el fin de los regímenes opresores, sino también la transformación de los corazones de los opresores y la instauración de la justicia divina. Debemos interceder para que el Reino de Dios avance en medio de la oscuridad, trayendo restauración y redención a las naciones.

 

Interceder por los perseguidos y los perseguidores

 

La Iglesia debe orar tanto por las víctimas de la opresión como por los opresores. En el Sermón del Monte, Jesús enseñó: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen" (Mateo 5:44). La oración por los opresores no es una aceptación de su maldad, sino una súplica para que Dios les conceda arrepentimiento y transformación.

 

Fortalecer la esperanza a través de la oración

 

La oración sostiene a la Iglesia en momentos de desesperanza. En contextos de opresión, donde la justicia parece inalcanzable, la oración recuerda a los creyentes que Dios es soberano y que "Él cambia los tiempos y las edades; quita reyes, y pone reyes" (Daniel 2:21). La oración, por lo tanto, no es solo un acto de resistencia espiritual, sino una proclamación de la soberanía de Cristo sobre toda autoridad terrenal.

 

La resistencia como testimonio del evangelio

La resistencia cristiana frente a gobiernos opresores no solo busca justicia social, sino también glorificar a Dios mediante el testimonio del evangelio. Como dijo el teólogo reformado Abraham Kuyper: "No hay una pulgada en todo el universo sobre la cual Cristo no clame: ¡Mío!". Esta afirmación nos recuerda que toda autoridad humana está sujeta al señorío de Cristo y que la misión de la Iglesia es proclamar esa verdad, incluso en medio de la persecución.

 

Por ello, la Iglesia debe actuar con integridad, valor y compasión, sabiendo que su resistencia no solo tiene un impacto temporal, sino eterno. En última instancia, la justicia perfecta será realizada por Cristo en su segunda venida, pero hasta entonces, la Iglesia está llamada a ser sal y luz en medio de un mundo caído (Mateo 5:13-16), proclamando que el Reino de Dios es una realidad presente que desafía las tinieblas del autoritarismo.

 

¿Debo salir a la marcha convocada hoy por los factores opositores al gobierno?




 

La decisión de participar en una marcha, especialmente en contextos de opresión o tensión política, requiere discernimiento espiritual y sabiduría práctica. He aquí algunos esbozos para asumir una responsabilidad espiritual.

Discernimiento del propósito de la marcha

Antes de salir a una marcha, reflexiona sobre sus objetivos y si estos están alineados con los valores del evangelio:

  • ¿Se busca justicia y paz? Jesús llamó a sus seguidores a ser pacificadores (Mateo 5:9) y a buscar la justicia como un principio del Reino de Dios (Miqueas 6:8). Si la marcha tiene como propósito denunciar la injusticia de manera pacífica y constructiva, esto puede ser un acto de testimonio cristiano.

  • ¿Hay riesgos de violencia o manipulación? Es importante evaluar si la marcha podría degenerar en violencia o si está siendo instrumentalizada políticamente. El apóstol Pablo exhorta a los cristianos a actuar con prudencia (Efesios 5:15-16).

Testimonio cristiano en la acción pública

La participación en una marcha puede ser una forma de encarnar la misión profética de la Iglesia. Sin embargo, el testimonio debe ser coherente con los valores cristianos:

  • Actuar con amor y respeto: La participación no debe fomentar divisiones ni odio, sino mostrar el amor y la verdad del evangelio (Romanos 12:17-18).

  • Representar la paz de Cristo: Si decides participar, hazlo como un embajador de reconciliación (2 Corintios 5:18-20), evitando caer en actitudes que contradigan la fe.

La dimensión comunitaria

La decisión de participar también debe considerar el impacto en la comunidad y la Iglesia local:

  • Consulta con líderes espirituales: Habla con pastores o consejeros cristianos sobre tu decisión, buscando su orientación y apoyo.

  • Piensa en el bienestar de otros: Si la marcha pone en peligro a tu familia o a otros cercanos, considera alternativas para expresar tu apoyo a la causa desde un lugar seguro.

Otras formas de resistencia

Si sientes que participar en la marcha no es la mejor opción para ti, existen otras maneras de contribuir al testimonio cristiano en contextos de opresión:

  • Oración intercesora: Dedica tiempo a orar por la paz, la justicia y la protección de los participantes (1 Timoteo 2:1-2).

  • Ayuda práctica: Apoya a las víctimas de injusticia mediante obras de misericordia y solidaridad en tu comunidad.

  • Educación y diálogo: Promueve conversaciones sobre las causas de la marcha y busca formas de influir positivamente en tu entorno.


Discernimiento personal y fidelidad a Cristo

La decisión de participar en una marcha es profundamente personal y depende de tu conciencia, contexto y propósito. El consejo bíblico en Romanos 14:22-23 invita a actuar según la fe y convicción, sin temor ni coerción. Si decides participar, hazlo como una expresión de tu fe y amor por la justicia; si decides no hacerlo, busca otras formas de contribuir al Reino de Dios.

En todo caso, mantén tu mirada fija en Cristo, recordando que Él es el Príncipe de Paz y el Rey de justicia, y que nuestras acciones deben siempre apuntar hacia la gloria de Dios y el bienestar de nuestro prójimo.


Personalmente si estuviera en Veneuela, estuviera apoyando todo esfuerzo demogratico para revertir las maldades abiertamente fomentadas por el regimen violento.


Danilo Carrillo

Su servidor

 

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