Hoy es uno de esos días en los que el peso de las decisiones y la expectativa de los resultados se siente en el aire. La tensión de las elecciones flota sobre nosotros como una nube espesa, cargada de opiniones encontradas, de esperanza y de preocupación. Y, sin embargo, aquí estamos, cada uno en su lugar, preguntándonos cómo podemos transitar este tiempo sin caer en la división y el rencor.
Durante las semanas previas, hemos sido testigos de debates acalorados, de campañas intensas, y quizás de conversaciones incómodas con aquellos que piensan diferente. Es fácil sentirse atrapado en el vaivén de promesas y opiniones que compiten por ser la respuesta definitiva para el futuro. Pero mientras algunos se dejan llevar por la vorágine de los comentarios y las diferencias, hay una voz suave que nos recuerda que existe un camino distinto, una manera más elevada de transitar estos tiempos de desafío.
La verdadera unidad, esa unidad profunda y resiliente, no se encuentra en una urna ni se mide por un porcentaje de votos. La unidad no exige que pensemos igual, sino que seamos capaces de amarnos, honrarnos y respetarnos, aun en nuestras diferencias. Es en el respeto mutuo y en la disposición de tender puentes donde se fortalece la fibra de una sociedad. Aunque muchas veces nuestra cultura nos diga que solo podemos estar con aquellos que piensan como nosotros, el verdadero valor de una comunidad se mide en la capacidad de cada uno para estar hombro a hombro con quienes ven el mundo de otra manera.
Imaginemos por un momento a Jesús y sus discípulos. Hombres de diferentes trasfondos, ideas y personalidades, reunidos en una última cena. Antes de este momento, los discípulos habían estado discutiendo sobre quién sería el mayor en el Reino de los Cielos. La madre de Santiago y Juan incluso había pedido a Jesús que sus hijos se sentaran, uno a su derecha y otro a su izquierda en su gloria. Esta solicitud, aunque bien intencionada, desencadenó una tensión entre los discípulos, revelando la lucha humana por posiciones de poder y reconocimiento. Jesús, viendo cómo estas ambiciones dividían a sus seguidores, decidió enseñarles una lección que redefiniría lo que significa la verdadera grandeza.
Así, en lugar de ofrecer lugares de honor, Jesús hizo algo inesperado: se levantó de la mesa, tomó una toalla y comenzó a lavarles los pies. Este acto, más que un simple gesto de humildad, era una declaración contundente sobre el liderazgo y el poder. Jesús les mostró que, en su Reino, el mayor no es el que se sienta a la derecha o a la izquierda, sino el que se arrodilla para servir a los demás. En un tiempo donde los discípulos buscaban el estatus y la preeminencia, Jesús les reveló que el verdadero poder está en la disposición de ponerse en el último lugar para cuidar de los demás.
Hoy, en un día de elecciones y de competencia, esta lección de Jesús resuena con una claridad especial. Mañana, uno de estos candidatos se sentará en el Despacho Oval, asumiendo el liderazgo de una nación, pero el verdadero liderazgo no se definirá por su posición, sino por su capacidad de servir y de llevar las cargas de quienes dependen de él. Y nosotros, desde donde estamos, también tenemos la oportunidad de seguir el ejemplo de Jesús: de inclinarnos, de escuchar, de tender la mano en servicio. No importa quién gane o pierda la noche de las elecciones; nuestro llamado permanece igual: amar, respetar y construir una comunidad basada en el servicio y la compasión.
Quizás en estas semanas te has encontrado en conversaciones acaloradas, o has sentido la tentación de alejarte de aquellos que piensan diferente. Pero, ¿y si optamos por un camino más desafiante y valiente? ¿Qué tal si decidimos escuchar antes de juzgar, servir antes de despreciar? Este es el momento de dar un paso atrás y recordar que el valor de nuestra vida no está en las posiciones que ocupamos, sino en la paz y el respeto que brindamos a los demás.
Cada uno de nosotros tiene el poder de ser un pequeño oasis de paz y de respeto. Podemos ser esas personas que eligen no responder con ira, sino con empatía; que ven a los demás no como rivales políticos, sino como seres humanos con historias y sueños. Esa es la unidad que transforma, la unidad que construye algo más grande que nosotros mismos.
Hoy, mientras millones esperan el resultado de las elecciones, tenemos la oportunidad de no dejarnos consumir por el miedo o la incertidumbre. Podemos recordar que, al final, no somos definidos por los números en las urnas, sino por la forma en que nos tratamos los unos a los otros. Cada pequeño gesto de paz, cada palabra de aliento, cada acto de servicio es un ladrillo en la construcción de una sociedad más fuerte.
La paz y la unidad no se decretan; se construyen cada día, en cada conversación donde elegimos entender en lugar de atacar. Así que hoy, mañana, y en los días que vienen, recordemos que la verdadera victoria está en nuestra disposición a honrar a Dios amando a quienes Él ha puesto a nuestro lado. Porque, al final, eso es lo que realmente hará una diferencia duradera.
Así que, si en algún momento te sientes tentado a responder con dureza o a retirarte, recuerda que tienes la oportunidad de ser parte de algo mucho más grande: una comunidad que, en medio de la tensión, elige la paz y la unidad como el camino que vale la pena seguir.
Hoy, la unidad está en nuestras manos.
Danilo Carrillo su servidor
Comments