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Sanando Nuestras Grietas a Través de la Gratitud

Foto del escritor: Danilo CarrilloDanilo Carrillo

Imagina tu día, en una ciudad llena de ruido, donde la gente camina apresurada, arrastrando consigo toda clase de cargas invisibles. Nos movemos rodeados de rostros tensos, miradas vacías y gestos cansados. En los pasillos donde haces vida laboral, en las pantallas de las redes sociales, en las colas del supermercado, todos van cargando un peso – algún tipo de herida, frustraciones, preocupaciones, agotamiento, estrés, traumas, cansancio – y el peso es evidente. La mayoría lo oculta bien, pero todos llevan una especie de bolsa interna, rebosante de “basura emocional”: cosas no resueltas, enojo, miedo, decepciones, resentimientos. Y es como si algunos estuvieran buscando, conscientemente o no, dónde descargar todo eso peso que les asedia.


Vivimos en un mundo así, uno donde cada día la gente intenta vaciar su basura en otros. Nos atraviesan con espadas afiladas, filos afilados cuidadosamente, comentarios hirientes, nos cargan con sus quejas, y a veces hasta nos desbordan con sus propias inseguridades, rencores y maledicencias. Es un sistema de intercambio tóxico que se repite en una danza constante de dolor acumulado y emociones sin procesar. Te levantas con tu propia carga, con tus propios pensamientos oscuros o problemas sin resolver, y antes de que te des cuenta, alguien ya te ha lanzado la suya encima, esperando que tú también cargues con ella.


A veces, esa basura nos rompe, nos quiebra. Hay palabras que hieren como cuchillas, miradas que nos llenan de inseguridad, gestos que nos recuerdan nuestras propias insuficiencias. Y en medio de todo ese caos, es natural querer gritar, querer reclamarle a la vida o a Dios mismo por tanto peso injusto. ¿Por qué tengo que cargar con esto? ¿Por qué este dolor constante, esta frustración que parece que no tiene fin? Uno se pregunta si hay salida o si todos estamos destinados a vivir con el alma llena de grietas por el dolor de otros.


Pero en medio de esa realidad, surge una verdad distinta, una que va en contra de toda lógica humana: la gratitud. No una gratitud superficial, de esas que se pronuncian como un “gracias” al universo inmaterial, al mecánico que reparo con ingenio tu auto, sino una gratitud al Dios personal, como una raíz enterrada en una tierra abonada y fértil, que crece y da fruto a pesar de lo que la rodea.


Ser agradecido al dador de la vida, al Dios personal de las escrituras, en medio de esta rotura no significa que ignoremos las heridas ni que pretendamos que el dolor no existe. No. La gratitud verdadera, la que va dirigida al Dios personal de las escrituras reconoce la basura que nos ha llegado, el peso que nos han tirado encima, y a pesar de ello decide mirar hacia arriba, hacia Dios. Porque aunque estemos rotos, hay un propósito más álla de lo acutal, algo eterno que no entendemos del todo, que usa cada grieta, cada herida, para hacernos crecer, para moldearnos en algo más fuerte, más resistente. Dios toma esa basura que otros nos arrojan, y la convierte en abono para nuestra fe, si estamos dispuestos a verlo de esa manera, a romper con los paradigmas humanos y filosóficos vacíos.


Así que sí, vivimos rotos, con las marcas visibles e invisibles de las batallas que enfrentamos todos los días. Pero en lugar de dejarnos consumir por esa ruptura, somos llamados a ser agradecidos por el proceso, por la formación que viene de soportar, de resistir. Esa gratitud no es una negación del dolor, sino una declaración de fe: “Aun en medio de todo esto, Dios sigue teniendo cuidado de mí”.


Es una fe sencilla pero poderosa. Como una vela encendida en una habitación oscura, la gratitud se convierte en una pequeña pero constante luz en medio de tanta negatividad. Al final del día, no estamos agradecidos por la basura misma, ni por la rotura, sino por lo que Dios puede hacer con ella. Él toma nuestras grietas y las transforma en puertas abiertas para su gracia. Porque es en nuestra debilidad donde Él demuestra su fuerza, y es en nuestra dependencia donde Él nos muestra su fidelidad.


Esta gratitud nos permite vivir en otra dimensión. Cuando entendemos que Dios cuida de nosotros incluso en medio de la carga, dejamos de vernos a nosotros mismos como víctimas de las circunstancias, y empezamos a ver cada desafío como una oportunidad de crecimiento. Nos rompemos, sí, pero también sanamos. Y en ese proceso, encontramos que las mismas heridas que pensábamos que nos destruirían son las que Dios usa para transformarnos (Romanos 8:28).


Al final, no somos recipientes de la basura de este mundo, sino instrumentos de la gracia de Dios en medio de él. Las heridas nos recuerden que estamos vivos, que estamos siendo formados, y que cada grieta es una invitación a depender aún más de Aquel que nunca nos abandona. Ser agradecidos es reconocer que, aunque el mundo nos rompa, Dios siempre nos restaura.


Danilo Carrillo



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