
Vivimos tiempos en los que la mentira no solo se pronuncia, sino que se institucionaliza. No es un simple engaño ocasional, sino un sistema propagandístico bien diseñado, donde quienes perpetúan la falsedad la convierten en una estructura reproducible. Sus seguidores repiten una y otra vez las mismas narrativas, hasta que la ficción se solidifica en una supuesta realidad. Así, el poder se sostiene no solo mediante la coerción, sino a través de una audiencia cautiva, entretenida y, peor aún, convencida.
Pero esta no es la única cara de la opresión. La otra estrategia, aún más insidiosa, es el silenciamiento sistemático de las voces disidentes. Cuando se elimina el debate público, cuando se sofoca la libre expresión, no solo se restringe un derecho, sino que se atenta contra la dignidad humana y la justicia. En este sentido, el control de la verdad es el mayor acto de dominio: quien define lo que se dice y lo que se calla, controla el destino de la sociedad.
En Venezuela, el régimen de Nicolás Maduro ha llevado esta dinámica a su máxima expresión. No basta con censurar a la prensa independiente o perseguir periodistas, sino que se ha creado un entramado de desinformación y propaganda que convierte la mentira en dogma de Estado. Mientras los medios oficiales celebran la "recuperación económica" y la "democracia participativa", los informes internacionales documentan violaciones sistemáticas de derechos humanos, detenciones arbitrarias y un éxodo de millones de venezolanos que huyen de la crisis. Las recientes elecciones, plagadas de irregularidades y denuncias de fraude, son el testimonio más reciente de un sistema que ha suplantado la voluntad popular por un aparato de manipulación y represión.
Lo más lamentable es que en este escenario la Iglesia ha ido perdiendo su papel profético. En tiempos de crisis, cuando más se necesita la voz que clama en el desierto, muchas congregaciones han optado por la ambigüedad o el silencio. ¿No es acaso el cristianismo una fe de denuncia y redención? Cristo mismo declaró que la verdad nos haría libres (Juan 8:32), y la historia nos enseña que cuando la Iglesia se acobarda ante la injusticia, su luz se apaga y su sal pierde sabor (Mateo 5:13-16).
La historia de la fe está llena de ejemplos de quienes se negaron a guardar silencio ante la tiranía. Los profetas denunciaron la corrupción de los reyes (Amós 5:24, Isaías 1:17), los mártires prefirieron la muerte antes que la complacencia con el mal, y en tiempos más recientes, figuras como Dietrich Bonhoeffer entendieron que la ética cristiana no es una abstracción teológica, sino una responsabilidad histórica. No podemos olvidar su advertencia: “El silencio frente al mal es en sí mismo un mal”.
Hoy, más que nunca, la Iglesia necesita recordar su vocación profética. No fuimos llamados a la comodidad ni a la neutralidad. La fe verdadera no es una excusa para la pasividad, sino un compromiso con la verdad, la justicia y la transformación del mundo. Quienes callan ante la opresión, se convierten en cómplices del opresor.
Es tiempo de hablar. Es tiempo de actuar, es tiempo de orar!.
Danilo Carrillo
Su servidor
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